martes, 27 de marzo de 2012

Los trabajadores sufren el síndrome de Estocolmo

La mayoría de los trabajadores empelados del Estado o corporaciones sufren el mismo problema: falsa consciencia. Los abusos de las patronales y la legitimación de la violencia que ejercen los dueños de los medios de producción y sus administradores -gobernantes de turno- y sicarios -fuerzas de seguridad del Estado de clase y empresas de “vigilancia”- sólo garantizan la reproducción de un sistema que oprime a las mayorías y favorece a una minoría.


Serán perennemente hodiernos los problemas de la mala consciencia y de la falsa consciencia; la una, sujeta a las creencias de un sistema de producción feudal, ligada a la ética; la otra, producto del modo de producción capitalista. En la mala consciencia el individuo no se hace cargo de sus pesares y delega en la religión sus esperanzas y sus desdichas, lo “bueno y lo malo”; en la otra el sujeto vive velado por la ideología, entendida como falsa representación (CF. Marx 1848).

En un país del tercer mundo, subdesarrollado y productor de materias primas según la división social del trabajo, los trabajadores son insignificantes piezas de empresarios o de la burocracia estatal; el aporte al engranaje del sistema no llega a ser ni un grano de arena en el desierto y las pugnas en las vidas de los trabajadores se viven como tragedias.

En esta tragedia los personajes se ven enfrentados no frente al destino, a la providencia o a los dioses, sino al Único Dios: el Capital. Así, el trabajador se sitúa por debajo de lo que gana un trabajador del imperio en la tierra prometida (American Dream), el asalariado que llegue a ganar los 1700 dólares es un “privilegiado” en entre los que ganan100, 300, 500 o 900 dólares al mes. Pero esta escala entre los pobres trabajadores potencia la tragedia cuando el destino que le impone la ideología le hacen creer que no son lo mismo que su par que gana 100 dólares.

Los trabajadores se dejan engañar y creen en la fortuna; un ejemplo de ello son la mayoría de los judiciales-sus funcionarios y magistrados- quienes se consideran parte la aristocracia al igual que muchos representantes elegidos por el voto de la mayoría, cuando son meros empelados del Estado burocrático de clase. En ellos se refleja acabadamente la falsa consciencia, esos sujetos que accedieron a la educación superior, -que ignoran a sus pares y los cosifican, ya que los consideran marginales- son el fiel reflejo de la ausencia de reflexión, de libertad de pensamiento y de crítica. De ellos para abajo, la reproducción social de la marginación se multiplica fragmentando a la clase obrera, borrando la igualdad, cercenando la libertad y despreciando la fraternidad.

Así, los trabajadores garantizan la reproducción fascista del desconocimiento de la humanidad del otro y garantizan que quien viola los derechos de las mayorías, i. e., el Estado de Clase que sostiene la farsa burguesa en un país del tercer mundo, vivan diariamente la tragedia del síndrome de Estocolmo: justifican y se llaman “capitalistas” negando que eso que ellos defienden jocosamente es quien viola sus derechos, por lo que se torna su propia muerte encarnado que legitima la inmoralidad de la riqueza, revaloriza la meritocracia (hardwork) y fomenta la coprocracia: “señores — concluyó Napoleón — , os voy a proponer el mismo brindis de antes, pero de otra forma. Llenad los vasos hasta el borde. Señores, éste es mi brindis: ¡Por la prosperidad de la “Granja Manor!” (Rebelión en la granja, George Orwell).
Por: Renzo Righelato, cronista AIM.

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