Los grafitis en la ciudad resignificaron los espacios públicos, denunciaron la naturalización de la violencia de los símbolos impuestos por el status quo y despertaron la reacción de los conservadores que tildaron de “barbaros” a quienes actúan y piensan diferente. Por Renzo Righelato.
El viernes tomé el colectivo a Córdoba para participar del Encuentro Nacional de Filosofía. Ansioso por descubrir nuevas visiones partí, pero al salir de mi ciudad me disgusté: observé desde las ventanas del micro miles de pesos gastados en carteles contra la violencia patriarcal sobre los cuerpos de las mujeres. Esos que hipócritamente hablan de distribución del ingreso invirtieron miles de pesos en panfletos, carteles y contramanifestaciones.
En Córdoba las escuelas y universidades están tomadas y pintadas, cada espacio es una denuncia, un reclamo, una exigencia. Con vergüenza contaba la anécdota de mi ciudad donde no tenemos edificios propios para las facultades, donde la pobreza es negada, donde la policía actúa impunemente secuestrando a jóvenes y trasladándolos a comisarías inventando causas, donde no hay presupuesto para la educación y la resignación parece naturalizada.
Sin embargo, al regresar me sorprendí: los edificios de Paraná denunciaban algo. Qué decían era producto del Encuentro Nacional de Mujeres, que reivindican sus derechos desde una perspectiva de género.
Finalmente el silencio de los edificios públicos y la violencia de los signos religiosos y del mercado sostenido por los conservadores se rompió, no por quienes habitamos aquí sino por ciudadanas de otras localidades.
Quienes sostiene el status quo rápidamente se escandalizaron y pusieron todas sus herramientas a disposición descalificando el grito y la denuncia expuesta en los edificios paranaenses.
En un texto que circuló, un profesor afirmó: “Hasta la media tarde del domingo en Paraná, al parecer, todo estaba bien y todo era normal… Todavía no habían irrumpido los bárbaros… Quiero decir, que se encontraban omnipresentes los signos, los íconos y los símbolos de la barbarie admitida, de la barbarie existente, de la barbarie naturalizada, de la barbarie del status quo. Omnipresentes estaban las mercancías y la publicidad y las propagandas de las mercancías en un mundo en el que todo es mercancía; y, sin embargo, nadie se escandaliza. Estaban los signos y los símbolos del Estado, i. e., de la institución esencial y estructuralmente terrorista del Estado y nadie se escandalizaba. Estaban también omnipresentes los signos y los símbolos del oscurantismo y de la violencia material y simbólica de la religión y nadie se escandalizaba. Todo estaba bien: los bancos, los comercios donde todo se comercia, la comida chatarra de los yanquis, el american english, la iconografía del Estado y los alienantes símbolos religiosos en todas partes y sobre todo metidos en las instituciones públicas, las escuelas, los juzgados, las dependencias públicas en general. La ignorancia y la inmoralidad, naturalizadas, consagradas y santificadas, reinaban, porque siempre reinaron, porque siempre ha sido así, de modo que debe seguir siendo así…”1
Esta reflexión no aborda los fundamentos de la denuncia, simplemente defiende la metodología utilizada, la resignificación de los espacios. Quizás suena a ditirambo, de la manifestación social, pero cuando algo bueno ocurre hay que celebrarlo, ya que pueblos oscuros y tristes son reses inertes acríticas.
*Renzo Righelato, estudiante de Filosofía Universidad Autónoma de Entre Ríos (UADER).
1.- Gustavo Lambruschini; “La guerra semiótica”.
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